Valle verde en las alturas.
Camiña por su contraste
entre los áridos y agrestes cerros y el cultivado verde del valle, se ha
considerado como el más hermoso oasis del Desierto del Tamarugal. Llegamos por una serpenteada carretera de
cactus y arbustos, dejando atrás en cada poblado al borde de ella, casas de
adobe y pequeñas iglesias, que nos salían
a visitar en nuestro camino al pueblo principal, donde se encuentra la mayor
población, servicios públicos, escuela y liceo.
La comuna
en su extensión geográfica lo conforma una larga cadena de caseríos de origen pre hispano, -antiguamente fue un centro del repartimiento colonial-
ubicada en la precordillera a lo largo de la quebrada de Tana (140 Km de largo) que incluye valles de abruptas paredes que llegan hasta la
frontera con Bolivia, encerrando una enorme riqueza cultural, agrícola y arqueológica con
interesantes testimonios prehistóricos y coloniales.
Esta distribución poblacional[1]
se
encuentra dispersa por el territorio. Camiña está a una distancia de 200 Km. al noreste
de Iquique. Tiene una altura entre
los 2.000 y 3.200 metros sobre el nivel
mar de acuerdo a su longitud. Dada las
características de su relieve, cerca del 67.5% de su población se encuentra en
los caseríos ubicados al nivel de terrazas fluviales, más altas que el piso
principal del río, a excepción de la capital comunal con el mismo nombre, Camiña, instalada en el
nivel más bajo del valle. Tiene un clima templado, poco
lluvioso durante el año, a excepción de los meses de verano con las típicas
lluvias altiplánicas, conocido como invierno boliviano. La comuna comprende once localidades:
Francia, Chillayza, Moquella, Saiña, Quistagama, Cuisama, Chapiquilta,
Yala-Yala, Apamilca, Nama y la capital comunal Camiña.
La principal
actividad económica la concentra el sector agrícola y la ganadería. La mayor
superficie de cultivos se encuentra destinada a la producción de hortalizas y
verduras como el ajo, cebolla, zanahoria, betarraga, maíz, choclo.
Cerca del pueblo
principal (Camiña) es posible apreciar petroglifos de gran belleza,
que representan animales, soles, hombres alados y signos que aún los estudios
arqueológicos no han logrado descifrar del todo.
Entre los diversos
atractivos se destacan las Iglesias: Santo Tomás de Camiña, cercana a la plaza
con un bonito portal del siglo
XVIII, San Pedro de Apamilca, San Francisco de Asís de Yala Yala, Santa Cruz de
Chapiquilta, Santa Cruz de Quisama, Virgen del Rosario de Moquella, San Antonio
de Padúa de Quistagama y la Iglesia de Nama.
Uno de los atractivos más destacados últimamente es la Laguna Roja, cuyas aguas
son de color rojo intenso en medio del desierto, ubicada a 3.700 metros sobre
el nivel del mar. La laguna posee aguas calientes (40-50 ºC) y su profundidad
es desconocida. Los lugareños le
atribuyen "poderes malditos", probablemente
por quienes murieron al beber de sus aguas.
Narraciones
del desierto VI: El tesoro escondido.
Recorrimos
el pueblo a pie. Un pueblo reparado a
causa de terremotos y aluviones donde los “especialistas” cambiaron los techos
de paja de las casas por las calaminas, lo que
nos hizo pensar que el modernismo del zinc fue más poderoso que las
tradiciones. En ese caminar llegamos a
la iglesia histórica, restaurada, reparada y pulcramente blanca con antiguas
imágenes de santos, vírgenes y Jesucristo en distintas expresiones del
calvario, algunos libros y biblias con más de 400 años, inscripciones y marcas
de lacre de anillos obispales incrustados en los altares.
Efectivamente
explicó el profesor, que con la llegada de los españoles en este sincretismo cultural, los aymaras no dejaron
de lado sus creencias relacionadas con la cosmovisión andina, la importancia de
la dualidad, lo de arriba y lo de abajo y el respeto hacia la tierra, la
Pachamama. Al construir el suelo de la
iglesia y cubrirlo con adoquines los aymaras en un lugar cerca del altar han
ocultado tres orificios tapados con adoquines de piedras, al
destaparlos tienen profundidad en la tierra. Es ahí donde luego de las
procesiones de los santos católicos también rinden tributo a la tierra,
vertiendo espelma de velas o claveles con albahaca, rito que realizan sin el cura presente y de su
conocimiento, como también vierten allí la sangre de las vilanchas[1]. Estos hoyos o conexiones con el inframundo
están tapadas con una alfombra para no interferir con la iglesia.
Nuestro
amigo Down explicaba expresivamente cada paso de este ritual, que nos cautivó por la preservación de las
tradiciones, su cultura, por el secretismo y por esa conexión energética entre
los tres niveles: lo espiritual, lo terrenal y lo interno con solo levantar la
alfombra sacando una piedra nos conectamos y complementamos nuestra
existencia.
Con esta
experiencia volvimos al salón donde haríamos la función, salón amplio en el
interior de la escuela. Pasaba el tiempo
y el público no llegaba, el Director de la escuela llamaba por teléfono
haciendo invitaciones. La gran mayoría había bajado a Iquique y el resto estaba
en una cancha participando de un Campeonato de fútbol. Un señor muy enojado por la poca
convocatoria, manifestó que la gente estaba acostumbrada a asistir a los
eventos, pero solo cuando las traen en un bus, las van a buscar y después hay
un cóctel, si no nadie viene. A nosotros, en el cierre de la itinerancia, ya
no nos importaba la cantidad de público. Esta realidad no ha sido tan distinta
a otras donde nos hemos encontrado con actividades paralelas, comprendimos que nos importaban las historias, ofrecer un espacio
para recordar, reflexionar y con esta premisa dimos inicio a la función con
bastante retraso.
[1]
Vilancha, o sacrificio de
animales para propiciar a la Pachamama. Es un sacrificio de sangre, solemne y
colectivo, ofrecido a la Pachamama en retribución de los favores solicitados de
fertilidad para el pasto del campo y reproducción del ganado.